Comentario
Los Estados comunistas de la Europa comunista tuvieron muchos elementos en común, aunque también manifestaran importantes diferencias, pues no en vano un rasgo histórico permanente de la Europa Central y Oriental fue y es el pluralismo. En realidad, los acuerdos justificativos de esta identidad fundamental resultaron ser bastante tardíos. Una organización militar multilateral sólo se creó en 1955, con el llamado Tratado de Varsovia, pero el hecho de que al frente del Ejército polaco hubiera un antiguo mariscal soviético que apenas hablaba el idioma nacional da idea de hasta qué punto la coordinación militar ya se había establecido previamente. El Tratado sirvió más que nada para poder justificar la presencia de tropas soviéticas en Hungría. Por su parte, el COMECON, organización de carácter económico de la Europa sovietizada, nació en 1949, pero tan sólo empezó a funcionar a mediados de los años cincuenta, cuando Kruschov trató de coordinar las economías de estos Estados.
Desde el mismo momento del establecimiento de sus respectivos regímenes, todos ellos imitaron la política económica soviética, basada en la promoción de la industria pesada, la colectivización de la agricultura y la existencia de planes quinquenales destinados a conseguir un crecimiento muy rápido. Estos planes fueron ejecutados en todos estos países de forma muy similar: su redacción y dirección estuvieron sometidas al partido único y se basaron en la obtención de unos ambiciosos objetivos destinados a multiplicar la producción, aunque no hubiera mercado para ella. Así, por ejemplo, todos establecieron acerías, a pesar de no tener necesariamente ni materias primas ni energía; incluso en alguno de los casos se carecía de ambas.
En el fondo, las razones que justificaban la existencia de estas industrias pesadas derivaban de planteamientos ideológicos, nacidos de la necesidad de contar con una clase obrera industrial capaz de convertirse en elemento básico de sostén del sistema político y social. En cuanto al régimen de trabajo, estuvo sometido a una estricta disciplina: la mayor parte de los conflictos de orden público se debió al deseo de las autoridades de multiplicar el rendimiento de los trabajadores. Basado el sistema, como en la URSS, en el sacrificio de las generaciones presentes de cara a conseguir un desarrollo muy rápido, pronto se pusieron de manifiesto problemas insolubles en la vida cotidiana, en lo relacionado con el aprovisionamiento y el nivel de consumo.
Desde el punto de vista político, la organización de todos los Estados de Europa Central y Oriental siguió también una pauta común. La idea en la que se basaban las democracias populares era que se trataba de "dictaduras del proletariado sin la forma soviética" (Rajk). Se trataría -de acuerdo con las frases de Gottwald que hemos citado para el caso de Checoslovaquia- de un tipo de regímenes en los que existiría una hegemonía comunista, pero en los que el poder sería ejercido con la ayuda de otros partidos, integrados en un frente político amplio y siempre con el propósito final de llegar al socialismo. Con el paso del tiempo, estos regímenes tenían que convertirse en repúblicas populares o socialistas; de hecho, ya en los años setenta, los propios textos constitucionales comenzaron a dibujar esta tendencia.
En realidad, sólo en Bulgaria y en Checoslovaquia los partidos gobernantes se declaraban comunistas; en el segundo de estos países, el comunismo tenía un pasado importante, pero no sucedía lo mismo en el caso del primero. Los demás Gobiernos de la zona eran de coalición, al menos desde un punto de vista teórico. En la mayor parte de estos países se consideraba que debían existir otros partidos, pero en realidad no servían más que para justificar la legitimidad del Estado y estaban de acuerdo con la hegemonía del Partido Comunista.
Todos los partidos de esta significación se rigieron por el centralismo democrático y sus congresos, cada cinco años, siguieron siempre las tendencias marcadas previamente por los soviéticos en los suyos. El partido acostumbraba a ser dirigido por un politburó de unos diez a quince miembros, al que le correspondía la dirección política suprema pero, en realidad, era el secretario general quien desempeñaba esa tarea. En general, incrementaba su poder con el transcurso del tiempo, beneficiándose de un culto a la personalidad que, sin embargo, durante la primera parte de la historia de las democracias populares siempre estuvo muy por debajo del que se otorgaba a la figura de Stalin.
En ocasiones, el poder del secretario general podía ser enorme, como sucedió en los casos del rumano Ceaucescu o del búlgaro Zhivkov. Al margen de la teoría constitucional o de los planteamientos ideológicos respecto a las democracias populares, estos sistemas políticos sólo pueden ser descritos como rígidas dictaduras totalitarias, por más que en lo que respecta a la absorción de la sociedad por el Estado no se llegara al grado alcanzado por la URSS estaliniana. Hubo también diferencias considerables entre unos y otros.
Pero el examen de lo sucedido en cada uno de estos países testimonia que en líneas generales la situación fue idéntica en todos ellos. Si tomamos, por ejemplo, el caso del Partido Comunista descubriremos que siempre le fue otorgado el papel de vanguardia y el de dueño absoluto del poder político. En la mayor parte de los casos, obtuvo una afiliación media del 10% de la población, siendo muy selectiva la entrada en el mismo y estando sujeta la afiliación, además, a una sucesión de purgas.
Con el paso del tiempo, la proporción de proletariado en los partidos llegó a situarse por debajo del 50%, excepto en Alemania, Hungría y Rumania, porque en la práctica quienes ingresaban en él eran quienes ambicionaban tener un papel como gestores en la política o en la Administración. Los miembros del partido siempre tuvieron privilegios especiales, en relación con los patrones definidores de la vida cotidiana de los ciudadanos en general, pues en todos los países existió lo que luego se denominó "nomenclatura". El periodista polaco Adam Michnik la describió como "el sindicato de los que mandan".
Verdadero centro del poder, el Partido Comunista controlaba todas las organizaciones de masas. El Ejército pudo desempeñar un papel político relevante, pero habitualmente fue menor y, a partir del momento del establecimiento del régimen, siempre siguió iniciativas surgidas de la dirección política. Un ejemplo de este papel puede ser el caso del general Svoboda en la Checoslovaquia de 1948. Sin embargo, en algún momento en los años sesenta pudo haber intentos de golpes de Estado militares o de presión política realizada por generales, pero de cualquier modo, en ningún caso se produjo el triunfo de esta especie de conspiración.
La cultura estuvo sometida no sólo a una estricta censura, sino también a unos patrones de ortodoxia fuera de los cuales no podía desenvolverse. Las democracias populares necesitaron siempre el apoyo de los intelectuales y su defección, como la de Kolakowski en Polonia, les pudo hacer mucho daño pero, de cualquier modo, este género de evolución no se produjo hasta los años sesenta. El campesinado fue aplastado por la colectivización, excepto en Yugoslavia y Polonia y, en menor grado, en Hungría.
Sin embargo, fue la clase obrera industrial, en cuyo nombre se gobernaba, quien causó más dificultades de orden público no sólo en los momentos iniciales de estos regímenes sino también en los posteriores. La familia como institución tendió a sufrir problemas por la voluntad socializadora e intervencionista del Estado, deseoso de sustituirla en lo que respecta a la formación de las nuevas generaciones. La persecución religiosa, sobre todo de las iglesias como la católica, más reacias a someterse al poder político que la ortodoxa, fue temprana y decidida. La policía política creó un clima de terror hasta 1953, pero desde esta fecha se hizo más bien en reactiva ante los casos de disidencia política.
La sovietóloga francesa Hélène Carrère d'Encausse estableció una comparación merecedora de atención entre la situación de Europa del Este y la del Imperio Otomano del pasado. Lo que quedó definido en 1948 en esta parte del mundo fue una práctica política de auténtica "soberanía limitada": en todos estos países, quedó definida la existencia de pactos defensivos bilaterales de carácter militar con la URSS. Sin embargo, también a partir de este momento funcionó un principio de "afinidad interior", relativo al sistema político y social, tal como se ha descrito más atrás. Incluso en los años setenta, las Constituciones aprobadas en toda la Europa del Este la presuponían y en dos países -Alemania Oriental y Bulgaria- el preámbulo de su texto hacía alusión a esta realidad.
La mención, como término comparativo, al Imperio Otomano deriva del propósito de alcanzar una especie de cohesión imperial mediante la cooperación de al menos una parte de los administrados o subyugados. Si en el Imperio Otomano estos últimos eran los jenízaros, en el soviético de la posguerra ese papel les correspondió a las democracias populares. Eso, sin embargo, no implicó nunca una absoluta homogeneidad. Como ya se ha advertido, lo característico de esta zona del mundo había sido en el pasado la diversidad y ésta siguió definiendo la situación en el momento de la sovietización; además, con el transcurso del tiempo, lejos de disminuir, se fue haciendo cada vez mayor.
Conviene señalar que la implantación de sistemas de democracia popular en Europa Central y del Este no puede desligarse del hecho de que se produjera un cambio sustancial en la política exterior de la URSS en relación con los Partidos Comunistas no sólo de esta región del Viejo Continente sino también de la occidental. Ya antes de la caída de la democracia checoslovaca, en un momento en que, por tanto, el proceso de sovietización no estaba aún concluido, por iniciativa del PCUS tuvo lugar, en septiembre de 1947, una reunión en Szklarska Poreba (Polonia) de los representantes de los Partidos Comunistas de nueve países europeos. Acudieron a la cita los siete partidos de la región central y oriental -faltó el partido albanés- y, además, los dos partidos más importantes de la occidental: el francés y el italiano.
Se tomó la decisión, en esta reunión, de crear una oficina de información destinada a servir de órgano de enlace entre los diversos Partidos Comunistas (Kominform). Los países occidentales y democráticos interpretaron inmediatamente que se trataba de volver a la Komintern, la Internacional Comunista, que había sido disuelta en 1943, precisamente por las prevenciones que despertaba. También juzgaron que era un síntoma de endurecimiento y que se trataba de crear un instrumento al servicio de la política soviética.
Era así y lo hubieran confirmado de saber lo que verdaderamente sucedió en la citada reunión. En su intervención, el representante soviético, Zdanov, explicó que el mundo estaba dividido en dos campos: uno, imperialista y capitalista, dirigido por los Estados Unidos, y otro, antiimperialista y anticapitalista, capitaneado por la Unión Soviética.
Por un lado, Zdanov, cuyo papel en la determinación de la ortodoxia cultural del estalinismo ya conocemos, invitó a las democracias populares a seguir el ejemplo marcado por el modelo soviético.
Por otro lado, los dirigentes de los partidos occidentales, en especial el francés, se vieron acusados de "cretinismo parlamentario" y, tras haber pasado por una severa autocrítica, tuvieron que aceptar las tesis de la dirección soviética. En realidad, nunca se habían separado de ella, de modo que lo sucedido no fue más que la imposición de una nueva línea estratégica atendiendo a los deseos de Stalin. Como es lógico, este cambio estuvo en el origen de la política de agitación seguida por los comunistas en toda Europa occidental.